viernes, 20 de noviembre de 2009

Tiempos modernos



Intentó tomar conciencia de su dolor. Pie derecho, hombro, rodilla, manos. Todo le dolía pero no distinguía qué estaba quemado, qué estaba cortado o simplemente roto. Siguió arrastrándose entre la chatarra y los escombros sin levantar apenas la cabeza para buscar sus heridas por miedo a ser descubierto. Mantenía su fusil pegado al cuerpo y se movía protegiéndolo de posibles golpes. Buscaba un lugar donde descansar, donde colocarse, donde mimetizarse y esperar. Esperar al momento adecuado. "Solo será un instante" se dijo.

Huir o darse por vencido era ya inútil. A pesar de las heridas y la fatiga quería terminar su trabajo. Ya ni siquiera pensaba en cómo salir con vida. No importaba. Estaba allí por una sola razón. Un trabajo que sólo él podía realizar. No existía el porqué lo hacía, sino el por quién. Por sí mismo. Por algo era el mejor francotirador, el elegido.

La sangre dejó de brotar. Consiguió dominar los temblores poco a poco, la respiración. Necesitaba pensar: calcular la dirección del viento, la caída de la bala, la temperatura del cañón, la densidad del aire, la cadencia natural de su víctima. Controlar la aleatoriedad. Todo podía fallar en un tiro de casi mil metros.

Un solo disparo, sabía que no tendría más. No le odiaba, no le temía, no le pensaba, sólo era su objetivo, y sólo tenía que esperar. Esperó y esperó luchando contra el dolor, contra el delirio. Apuntó su fusil L96/AwM adaptado para zurdos hacía donde debía. Abrió la mira y esperó que el objetivo diera un paso en falso.

Y lo dio.

Cuando la bala salió por la boca del cañón supo que había dado en el blanco. En una milésima de segundo el cuerpo de su víctima convulsionó en el aire. La bala había atravesado su pecho. Todo acabó para ambos.

Una vez más, Cupido se salió con la suya.

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