lunes, 8 de agosto de 2011

La feria de los disturbios



Londres a ocho de agosto de dos mil once, lunes, día de paga. Me he levantado y he ido a trabajar como todos los días.

Ha sido un día raro. Raro tal vez no sea la palabra perfecta, se queda corta, pero todo causaba esa sensación a priori. A pesar de las noticias que había leído por la mañana no había desviado la atención de mis quehaceres y mis quepensares diarios. Simplemente la rareza me ha acompañado en todo momento como acompañan las mentiras.

Hay disturbios en Londres desde hace tres días. Los cuerpos de seguridad nacionales estan tomando medidas de contención social que no logran detener la violencia que ni siquiera sé con exactitud cómo se ha generado. Hay edificios destruidos, calles cortadas, barricadas. Lineas de comunicación cortadas. Gran parte del transporte publico se ha paralizado.

Al salir de trabajar he recorrido la misma calle que recorro todos los días y he cogido el autobus hasta mi casa como todos los días. Pero he notado que había más gente de lo habitual y estaba más agitada de lo habitual. Parecía el primer día de feria de un pueblo cualquiera. Las luces son diferentes. Las calles y avenidas están colapsadas. La policía está por todos lados. La circulación y los medios de transporte públicos han cambiado. La gente anda deprisa y los que no andan se agrupan en puertas y rincones. Y los grupos se hablan entre ellos a voces. Muchos negocios están cerrados. Otros están haciendo el agosto. A todo hay que sumarle el ramadán y que la mayoría de musulmanes habían recién hecho su breakfast (que significa exáctamente romper el ayuno) y enderezaban para la mezquita a rezar. En esa marabunta de gente me he visto yo, andando deprisa, y cruzando miradas con millones de ojos aviesos. Ya sea por la violencia que atormenta la ciudad, por los estómagos llenos, o porque es lunes y día de paga, el brillo de los ojos en la gente era hoy contagioso, no digo ya raro, sino contagioso. Por todo ello lo que más parecía, sin lugar a dudas, es el primer día de feria de un pueblo cualquiera.

Coches de policía de aquí para allá. Ambulancias de aquí para allá. Bomberos de aquí para allá. Como todos los días pero más. Hoy sonarán las sirenas durante toda la noche. Como todos los días pero más. Y por supuesto, hoy he mirado a los ojos a muchísima gente. Como todos los días pero, con lo mirón que soy yo, mucho más. Y en sus ojos he experimentado dos cosas. Lo primero es que la alegría y el miedo son dificiles de controlar. Y que cuando se trata de masas es difícil distinguirlos. Lo segundo es que la alegría y el miedo los puedes sentir en tus carnes, pero sólo puedes reconocerlos en las caras de los demás que además actúan como espejos. Y como yo, al igual que la mayoría de la gente, no sabía qué estaba pasando exáctamente en este lunes y por tanto día de paga, he cogido mi sueldo y me lo he escondido en los testículos.

La verdad es que no es para menos. Arde el mundo. Como todos los días. Pero más. Y como no sabía si asustarme o alegrarme exáctamente, he hecho las dos cosas que podía hacer en esta día de “La feria de los disturbios”. Preocuparme por el dinero y pasármelo por los cojones.

viernes, 1 de julio de 2011

Fulanos y fulanas

Fulanito de Tal ha tenido un mal día. Otro. A decir verdad, últimamente lo raro es que Fulanito de Tal tenga buenos días. Hoy ha tenido un día jodido, un día de mierda. En la fábrica. Desde que ampliaron plantilla hace unos años y duplicaron y triplicaron la producción Fulanito de Tal se ha visto superado por sus muchos años y por los menos de otros. Y eso le ha herido. Le ha herido de muerte en el orgullo. Pero él sigue y seguirá soportando lo que sea para seguir pagando facturas y que otro fulano se llene el bolsillo exportando. Desde entonces pasa más a menudo por el bar a beber más de lo habitual y a rajar con más ahínco del jefe, del país, del gobierno, de su mujer, “porque si ella necesita pastillas, él necesita beber”, y de una juventud cada vez más “ignorante y carente de valores”. Para ser más exactos Fulanito de Tal suele tener solo cuatro días buenos al mes. Dos son los días que pasa con sus hijos, los otros dos, los días que va a ver a Isabel.

Isabel es su puta y no se llama Isabel. Porque Fulanito de Tal, al ser “hombre de bien”, solo tiene una puta. Isabel es la única persona en el mundo que sabe cuanto le odia su mujer, cuanto ha tenido que luchar y cuanto ha sacrificado por su familia. Isabel es la única persona que ha visto llorar a Fulanito de Tal en los últimos diez años. Cuando habla de sus hijos. Porque eso sí, por muy jodida que sea su vida, por mucho que le cueste seguir viviendo esa mierda de vida, aun conserva su trocito de cielo en la tierra. El único motivo que le mantiene con vida y queriendo llegar a viejo: sus hijos.

Fulanita de Tal ha tenido un mal día. Otro. A decir verdad, últimamente lo raro es que Fulanita de Tal tenga buenos días. Hoy ha tenido un día jodido, un día de mierda. En la fabrica. Desde que duplicaron y triplicaron la producción, se ha visto superada por sus problemas de salud y la fortaleza de las más jóvenes. Pero eso solo le ha despertado el orgullo y no le importa seguir soportando lo que haga falta para pagar facturas y que otro Fulano se llene los bolsillos exportando. Para ser exactos Fulanita de Tal solo tiene cuatro días buenos al mes. Los dos dias que pasa con sus hijos y los dos días en que recibe carta de europa, sin fallo, de otra fulana que corrió diferente suerte que ella y a la que llama hermana. Que la guerra quedó atrás, pero sus horrores aun le llevan ventaja. Ahora ya, por suerte o por desgracia, ni siquiera puede plantearse seguir sus pasos y ser puta. Desde que usa piernas ortopédicas sabe que muchos hombres no pretenderían “disfrutarla”, porque la lástima y la vergüenza nunca se darán la espalda. Tiene miedo de no volver a ser amada, pero lo considera un pago justo con tal de no volver a ser violada.

Fulanita de Tal perdió las piernas después de la guerra, un día cualquiera, por una de las bombas de racimo fabricadas, en España, por Fulanito de Tal, y que otro fulano importó a su país para que el padre de sus hijos matara y fuera matado durante la guerra en nombre de una u otra bandera. Tal vez nunca sepa quien mato a su marido, quien fabricó la bomba que la descarnizó ni al fulano que se llenó el bolsillo con la guerra de su país. Porque eso no sale en los periódicos que ella buscó para saber. Lo que sí vió en un periódico, en las últimas páginas, fue un pequeño anuncio que tal vez hablaba de su hermana: “Isabel, joven, guapa, africana. Llámame”.

Pero eso sí, por muy jodida que sea su vida, por mucho que le cueste seguir viviendo esa mierda de vida, aun conserva su único trocito de cielo en la tierra que la guerra no pudo arrebatarle. El único motivo que le mantiene con vida y queriendo llegar a vieja: sus hijos.

viernes, 10 de junio de 2011

Bengasi (antigua Berenice: portadora de la victoria)


El veinte de mayo del dos mil once Mustafa Jibril corría por alguna calle de Bengasi persiguiendo al loco de su hermano pequeño, Motaz. Después de dos años viajando y vivir una odisea para entrar en Libia por la frontera de Egipto, le había traído el mejor de los regalos que podía hacerle. “¡Vas a romperlo antes de llegar!” gritaba Mustafa desde lejos. A Motaz le bastaba una mano para contar las veces que habia usado una web cam, pero necesitaba ambas para contar los meses que llevaba sin ver a su prometida.
Mustafa iba pidiendo perdón a todos los conductores que su hermano hacía frenar en seco cruzando las calles sin mirar, hasta que al final le perdió de vista. Motaz corría hacia el barrio de Kish como si le fuera la vida en ello. Llevaba su nuevo portatil en alto como signo de autoridad incuestionable y justificación suficiente para paralizar el tráfico o atropellar a otros viandantes. Cuando Mustafa llegó a la tienda de Hani comprendió lo que ocurría. Aquel era uno de los pocos puntos de la ciudad donde poder conectarse a internet vía satélite desde que se levantara el pueblo en rebeldía y fuera bombardeada parte de la cuidad. La gente estaba colocada en riguroso orden desde la puerta hasta casi el otro lado de la calle. Incluso alguno chateaba desde su propio coche.
Mustafa encontró a su hermano acurrucado contra una de las paredes laterales y el portátil sobre las rodillas. Eran más de las doce de la noche y cientos de personas sonreían a sus pantallas al leer buenas nuevas de Europa o de parientes lejanos tal vez. Había incluso quien bailaba delante de su ordenador. Su hermano no. Motaz Jibril no sonreía. Miraba petrificado a la pantalla. No escribía, no leía. Lo único que hacia era esperar pacientemente.
Dieron las dos de la mañana. Apenas quedaba alguna decena de internautas. El silencio reinaba en la noche de Bengasi como un ojo de un huracán al que seguiría otra buena ráfaga de bombas. Mustafa, harto de esperar, se acercó a su hermano para insistir en marcharse a casa por enésima vez, pero al ver que el pilotito rojo parpadeaba prefirió esperar a que se agotara la batería. Los siguientes minutos se le harían eternos. Poco a poco los demás se iban marchando. Mustafa, resignado y apoyado contra la pared, solo bostezaba y descruzaba los brazos para secar las lágrimas de sueño que de vez en cuando caían por sus carrillos.
De repente Motaz levantó las cejas y, tras unos segundos de incertidumbre, la luz monocroma del portatil cambió. Una mancha oscura se reflejaba en el rostro de su hermano y se proyectaba sobre la agujereada pared sobre la que apoyaban sus espaldas. Motaz sonrió y levantó la mano moviendo los dedos a modo de saludo. Por fin, a las dos y cuatro minutos de la mañana del veintiuno de mayo del dos mil once, en Bengasi, tras nueve meses y veintiún días de incomunicación y justo antes de que el ordenador se apagara definitivamente, Motaz Jibril logró decirle a su prometida poco más que un te quiero.

A las doce y cuatro minutos de la noche del veintiuno de mayo del dos mil once, en Londres, una chica de tez morena y pañuelo en la cabeza saludó a su pantalla con una sonrisa tan triste que cautivó mi atención en aquel pub inglés atestado de borrachos. No me hizo falta conocer su lengua o su procedencia para saber que lo que había dicho era un "yo también te quiero". Después su sonrisa desapareció y una nostálgica felicidad brilló en las lágrimas que, sin éxito, intentó disimular.

A las doce y cuatro minutos de la noche del veintiuno de mayo del dos mil once (02:04 en Bengasi), a Mustafa Jibril y a mí nos caló la soledad hasta los huesos. ¡Que la eternidad cobije el amor al que la sola esperanza basta como alimento!

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La pohemia


Érase un mal día en que en el mundo faltaban poemas. Un muy mal día. Atendiendo a tamaña urgencia el poesista, alarmado, llamó al poesero: ¡necesito más poemas! El poesero, que estaba muy poerezoso, nada tenía en su papel pero su amigo el poesiente podría tenerlos a granel. El poesiente, encantado, en un bar con buena música le citó.

Allí se juntaron los poetanos o poespías, como el camarero les llamó, para ver si alguno de ellos podría solucionar aquel follón. Necesito más poemas dijo el poesero, el poesista me apremia, hacen falta poemas en el mundo y vosotros sois la pohemia. Pero el poesiente estaba poechizado, se anduvo por las nubes y el poesero preguntó al de al lado. El de al lado no tenía poemas. Aseguró avergonzado que ni en el fondo de las botellas a las musas había encontrado. Poetílico le llamaban sus amigos poetoso y poesiente. Tenía gracia y tenía labia el muy mamado, y a todos hizo brindar por los poemas que se habían tragado.

Pasó por fuera el poeta, con las musas bajo el brazo, bajando la calle. El camarero avisó a la pohemia y todos salieron para avisarle. - ¡Poeta ven, entra, que el mundo te espera! - le dijo la pohemia entera, asomada al quicio de la puerta. El poeta, que estaba acompañado, no quiso quedarse. Pero fue muy educado y en esta estrofa errada, confesó, tiempo hacía que estaba ensimismado.

“Mojar la pluma en buena tinta
es el primer verso para un poema.
Mojar la pluma en buena tinta,
todo lo que este poeta desea.”

Y se fue sin brindar con ellos.

jueves, 28 de octubre de 2010

Enemigos íntimos

Juntos,
sin nada que decirse,
silenciosos y pacientes.

Juntos,
por sagrada obligación,
como dos abnegados fieles.

Juntos,
trasnochando por amor,
esperando a la aurora.

Juntos,
el secreto y la verdad,
nunca entran en la alcoba.